El granero de Caissa ©

Autor: Jaime Fernández de Bobadilla.

Agradecimiento a Gabriel Fernández de Bobadilla por sus valiosos comentarios. 

Son, exactamente, las 21:50 del 29 de agosto de 2005. Acabo de despertar y no, no fue un mal sueño. Sigo encerrado en una sala a unos 40 metros de la superficie. Estoy en algún lugar del desierto de Tahar en la provincia india del Rajastan. No sé si volveré a ver la luz del sol. No sé si saldré de aquí con vida. Escribo en mi cuaderno a la luz de una linterna. Tengo en la mochila mi ordenador portátil con la batería cargada, un teléfono móvil que no me sirve para nada, una cantimplora medio llena, un viejo mechero Zippo que uso normalmente para encender fuego y una carga de gasolina para el mechero. No tengo comida. No sé cuánto tiempo durará la luz de la linterna. Miro a mi alrededor. La sala es un cuadrado de unos doce metros de lado y unos seis o siete metros de altura. Tal vez más. Las paredes son de arcilla y el suelo está cubierto de baldosas grandes de cerámica, también cuadradas. Alternan baldosas claras y oscuras. Forman un tablero de ajedrez. Sobre las baldosas hay piezas de ajedrez también de arcilla. Los peones miden unos cincuenta centímetros, El rey es casi el doble de grande. La posición que hay en el tablero un final de damas y peones. El material está equilibrado: dos peones blancos y dos negros. De la dama blanca sólo quedan pedazos (la destrocé intentando abrir la puerta). Hay una gotera en el techo que forma un pequeño charco en el centro del tablero. El agua se filtra por las rendijas entre las baldosas del suelo.

En la sala hay una única puerta de arcilla, la pesada puerta por la que entré hace apenas unas horas. Cuando pisé la casilla e1, donde el rey blanco comienza la partida, creo que se activó un resorte y al cabo de unos segundos la puerta de cerámica se cerró. Sí. Ya he intentado abrirla, sin éxito, de muchas maneras. Empujando. Haciendo palanca en la rendija entre el marco y la puerta. Saltando sobre todas las casillas del tablero. Golpeando la puerta con la dama blanca hasta hacerla pedazos. Luego me quedé dormido, de puro cansancio.

Apago la linterna para ahorrar batería. Intento tranquilizarme y pensar en la oscuridad. Está claro que, quien construyó aquello, preparó una trampa para quien profanase la sala. Quiero pensar que dejó una salida. Hay una posición en el tablero. Quizá un problema. Si encuentro la solución, se activará otro resorte. Enciendo la luz de la linterna y trato de calcular algunas variantes. Es un final de damas. Supongamos que juegan blancas. Pueden hacer tablas por jaque continuo fácilmente. Si intentan ganar, parece que pierden un peón y la partida. No sé ¿Y si juegan negras? Si juegan negras la cosa es muy parecida. No hay nada mejor que el jaque continuo. Parece una posición de tablas. No sé. Enciendo mi ordenador y compruebo que son tablas. Así no encontraré una salida.  ¿Y si es algo mecánico? Puede que saltando sobre las casillas del tablero donde están colocadas las piezas… No. Eso tampoco funciona.

Volveré al principio. Si parto de cero y consigo hacerme una idea de cómo eran las personas que construyeron aquel lugar, encontraré la forma de salir. Sí. Eso es. Tengo que volver al principio: Hasta esta noche (esta noche ya no sé qué pensar) creía que detrás de las leyendas fantásticas, siempre hay una explicación racional. Me fascina encontrar donde está el truco. Por eso he investigado muchas historias y por eso estudié Historia Antigua en Cambridge. En realidad, fui allí a aprender inglés y luego me quedé, pero esa sí es otra historia. Decía que he investigado numerosas leyendas. No siempre averiguo a ciencia cierta qué ocurrió, claro; pero me conformo con encontrar una forma de explicar cómo pudo suceder. Es importante amigo lector (si es que alguna vez hay un amigo lector para lo que ahora escribo) que entiendas que mis palabras no son las de un historiador, sino un grito de auxilio para el futuro. Una especie de mensaje en una botella. Ahora mismo daría lo que fuera por ser un náufrago en una isla desierta y no un cautivo bajo tierra.

Comencé a investigar la leyenda del origen del ajedrez en el invierno de 2002. Supongo que no fue la decisión de un momento concreto, sino más bien un proceso. Y también una casualidad, porque a principios del verano de 2005 fui a la India para dar una conferencia en la Universidad de Bengasi… Luego seguiré con eso… Decía que empecé a investigar la leyenda del origen del ajedrez. Influyó, seguro, mi afición al juego. Por si no la conoces, resumo la historia: Un antiguo sultán se aburría y pidió a un sabio que creara un juego nuevo para él. El sabio inventó un juego llamado chaturanga (el antecesor del ajedrez) y el sultán quedó tan encantado que le ofreció cualquier cosa que quidiera. El sabio pidió al sultán  un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera así en progresión geométrica hasta la casilla 64. Cuando los matemáticos de la corte hicieron el cálculo (2 elevado a 64 menos 1) la cifra resultante era tan descomunal que ni todo el trigo del mundo sería suficiente. Hasta ahí la leyenda. Después los hechos más fáciles de comprobar. Es conocido que el chaturanga se extendió por Persia, Rusia, China y Europa. En el siglo XV tomó la forma del ajedrez actual. Y, por último, lo más difícil. Lo que se consigue tirando del hilo y de contactos. Así tuve acceso a un manuscrito recibido en el septiembre de 1996 por la revista Arqueology. La autora era una arqueóloga francesa llamada Francoise Laming, que daba por entonces clases en la Universidad de Bengasi. Revelaba que, en algún lugar del Thar, un extenso desierto (más extenso que toda Inglaterra) al noroeste de la India, había restos de una construcción de arcilla, que según sus datos, llegó a medir varios kilómetros de longitud. También aseguraba en su artículo, y esto es lo más extraordinario, que aquella construcción era un granero. No quiso desvelar donde estaba exactamente, y el manuscrito fue, lógicamente, rechazado por el editor. Al principio me pareció una historia descabellada y no le di ningún crédito. Pero, cuando en la primavera de 2005 me invitaron a dar una conferencia en Bengasi, me pareció que no perdía nada hablando con la arqueóloga. Era una mujer de unos cuarenta, segura de sí misma pero algo esquiva. Intenté convencerla de que me llevara hasta el granero pero no quiso hacerlo. Dijo que era peligroso. Intenté sonsacarle. Incluso hice burlé un poco de su gigantesco granero enterrado para provocar una respuesta. Ella simplemente zanjó la conversación con una frase que sólo luego cobraría sentido: «el granero no está exactamente enterrado».

En cualquier caso, después de hablar con ella, estaba casi seguro de que decía la verdad y no pude evitar seguir adelante (¿quién podría?). Arrastré a mi pequeño equipo de investigación _ mi amigo y colega el historiador Frank Edward, un joven arqueólogo de Minessota hambriento de fama, un becario danés que odiaba los desiertos, una ingeniera de minas fuerte y decidida y un logista astuto y divertido de origen indio_ a un interminable viaje por las aldeas del Thar. Recorrimos Jaisalmer, Manda, Ratta, Dewar, Hada, Shadan, Bada, Builli y finalmente llegamos a Shri Mohangar a orillas del lago Deuga. Después de muchas horas de trabajo y casi sin presupuesto, decidimos que lo mejor era que continuáramos la búsqueda solo Frank y yo. Si encontrabamos algo importante, los demás volverían. A mediados de agosto, en un lugar que no puedo revelar, encontramos, dentro de una especie de caverna de pared rojiza, una inscripción latina «Capsa LXIV», que quiere decir, «caja 64». Frank viajó de vuelta a Cambrige con varias  muestras. Me envió un mensaje con el resultado del análisis: aquella nave había contenido trigo hace más de dos milenios y, la inscripción latina databa de el siglo I antes de Cristo. Se supone que tenía que haber esperado a que volvieran los demás para comenzar la exploración, porque es muy peligroso hacer solo una exploración subterránea. Pero no lo hice. Estaba demasiado impaciente. Se me ocurrió la loca idea de que, quizá, el sultán de la leyenda existió y que, en efecto, intentó pagar su deuda al sabio. Que el nombre de Caissa, la dríade griega venerada como musa del ajedrez provenía, en realidad, de una asociación posterior con aquella inscripción latina «Capsa», que quiere decir caja o nave. Que, de alguna forma, el atormentado sultán había intentado compensar al sabio por no poder darle más que una pequeña parte de su recompensa, y había construido aquel granero, que era también, en cierto modo, el templo que dio su nombre a la diosa del ajedrez. Horas después de comenzar aquella imprudente exploración en solitario, acabé encerrado en una cámara de arcilla a 40 metros de la superficie.

Sí. Aquí estoy. Pensando a oscuras en el sultán, en el sabio que inventó el ajedrez, en Caissa. Buscando a oscuras una forma de salir. Enciendo la luz. Recorro las baldosas una a una. Cargo mi peso aquí y allá. Busco activar algún resorte. Nada. No hay salida. ¿Por qué alguien prepararía una trampa así? Aquello era solo un granero. ¿Quizá el sabio era un hombre retorcido y vengativo? ¿Quizá el sultán quiso vengarse de la humillación? No hay salida. Enciendo el ordenador. Juego al ajedrez con la máquina para evitar el pánico. Sufro una derrota tras otra. Todas muy parecidas. Un sorbo de agua. Pasan las horas. Ya no puedo pensar con claridad.  La batería del portátil está a menos de la mitad. No puedo más. Me levanto enloquecido. Quizá haya una salida. Empiezo a golpear la baldosa correspondiente a la casilla e1 con mi ordenador. Quiero averiguar cómo funciona el maldito resorte que me ha dejado encerrado. El ordenador está inservible, pero he conseguido romper la baldosa. Debajo, amigo lector, no hay ningún resorte. Sólo arena que ha cedido bajo mi peso. Sólo una viejísima baldosa que se ha hundido bajo mi peso y el de los siglos. Estoy encerrado por una puerta atascada. No por una diosa vengativa ni un sultán rencoroso. Y sí, ahora sé un sabio y un sultán que construyo un granero y un templo, pero no eran malvados ni preparaban trampas asesinas. Sólo he sido víctima de la temeridad y de la mala suerte. Estoy encerrado y voy a morir.

(…)

Caigo exhausto de nuevo. Duermo a ratos. Sueño con que Caissa está ofendida porque los ordenadores están acabando con el ajedrez. Quiere la revancha. En mi sueño hago una ofrenda a la Diosa Caissa y ella me deja salir. Abro los ojos sobresaltado. Sí ¡Eso es! Me quito la camisa, envuelvo el portátil con ella y la empapo con la gasolina del Zippo. Lo coloco en la ranura entre la puerta y el marco. Leí en alguna parte que las baterías de litio pueden explotar si se calientan lo suficiente  y es verdad.

(…)

A orillas del lago de Gadi Sadar, donde la Ciudad Dorada, Aislamer, fue fundada hace casi mil años siento una profunda alegría. La brisa en la cara, la tonalidad dorada de la arenisca en los muros de la fortaleza, la sensación de estar vivo. Acabo de hablar por teléfono con Edward. El equipo está en Dheli y pasado mañana llegarán a Jaisalmer. Le he mentido y le he dicho que todo va bien y que les estoy esperando.  El no ha creído ni una palabra (sabe que la paciencia no es una de mis virtudes), así que, al final, he tenido que decirle la verdad. Le he contado que he estado a punto de morir. Que me quedé encerrado en la nave 221 número del granero de Caissa. Que, para salir de allí, tuve que sacrificar mi ordenador en ofrenda a la diosa Caissa.

James Box, Jaisalmer, 31 agosto 2005

…………………….

Encontré este cuaderno, por pura casualidad, en un la trastienda de un anticuario de Shri Mohangar de dudosa reputación.  Me confesó a golpe de billetera, que formaba parte del botín que unos delincuentes de poca monta, habían robado a unos arqueólogos europeos en la estación de autobusses de Jaisalmer. Lo mío no es la arqueología, me dedico a hacer perforaciones exploratorias para una compañía petrolífera. Pero soy ajedrecista aficionado y de naturaleza curiosa, así que decidí averiguar quién era en realidad James Box. No me costó mucho trabajo descubrir que no había publicado nada desde el año 2005. Desde luego nada sobre el granero de Caissa. Si su relato es cierto, su intención era mantenerlo en secreto. Al parecer, dejó la arqueología y se dedicó a jugar al ajedrez con un seudónimo. Estoy casi seguro de que está entre los mejores del mundo y, si es quien yo creo que es, según consta en chess results y en la web de la FIDE, nunca ha perdido una partida. Esto despertó aún más mi curiosidad y busqué a Francoise Laming. Cuando le dije que iba a perforar en el lago Deuga, ella mes suplicó que no lo hiciera, me hizo prometerle que guardaría el secreto, y me envió escaneado su manuscrito inédito del año 1996 que intentó publicar en «Arqueology».

Uno de los párrafos de la discusión explica: «El granero mide exactamente 6594 metros, que corresponde a 64 naves de 64 dandas cada una. Un danda es una medida india antigua que equivale a 1,61 metros. Es una fracción del joyana, la cienmilésima parte de la distancia entre la tierra y el sol según el Bhagavata-purana. Cada joyana tiene 4 krosha, cada krosha 100 paridesha, un paridesha son 2 raiju, un raiju, 5 dhanu y 1 dhandu son 2 danda, es decir, 1,61 metros» Más adelante explica que, una construcción de arcilla de ese tamaño llena de grano podría haber colapsado las capas superficiales del subsuelo y, posteriormente, al tratarse de un material muy impermeable, recoger todo el agua de lluvia de las zonas circundantes formando un lago. Francoise Laming había escrito a lápiz en uno de los bordes del manuscrito: Cuando el Lago Degua alcanza su máximo nivel de agua, mide exactamente 6594 metros de longitud.

Decidí cancelar la perforación. Mentí en mi informe y dije que era imposible que allí hubiera petróleo. Supongo que pensé que Laming tenía razón y que aquello era el templo de Caissa. Aquel informe deliberadamente equivocado me costó al final el trabajo. No importa. Sé que podré ganarme bien la vida: Aunque hasta ahora yo solo era un aficionado, acabo de ganarle tres partidas seguidas a Houdini.

Caissa es una diosa agradecida.

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