Autor: Jaime Fernández de Bobadilla ©

Son, exactamente, las 21:50 del 29 de agosto de 2015. Acabo de despertar y no, no fue un mal sueño. Sigo encerrado en una sala a unos 40 metros de la superficie. Estoy en algún lugar del desierto de Tahar en la provincia india del Rajastan. No sé si volveré a ver la luz del sol. No sé si saldré de aquí con vida. Escribo a la luz de una linterna. Tengo en la mochila mi ordenador portátil con la batería cargada, un teléfono móvil que no me sirve para nada, una cantimplora medio llena, un viejo mechero Zippo que uso normalmente para encender fuego y una carga de gasolina para el mechero. No tengo comida. No sé cuánto tiempo durará la luz de la linterna.

Miro a mi alrededor. La sala es un cuadrado de unos diez metros de lado y unos seis o siete metros de altura. Tal vez más. Las paredes son de arcilla y el suelo está cubierto de baldosas grandes de cerámica, también cuadradas, que miden más o menos un metro de lado. Alternan baldosas claras y oscuras. Sobre las baldosas hay piezas de ajedrez también de arcilla. Los peones miden unos cincuenta centímetros, El rey casi un metro. La posición es un final de damas y peones. El material está equilibrado: dos peones blancos y dos negros. De la dama blanca sólo queda la base (la destrocé intentando abrir la puerta). Hay una gotera en el techo que forma un pequeño charco en el centro del tablero. El agua se filtra por las rendijas entre las baldosas.

En la sala hay una única puerta de arcilla, la puerta por la que entré hace apenas unas horas. Cuando pisé la casilla e1, donde el rey blanco comienza la partida, creo que se activó un resorte y al cabo de unos segundos la puerta de cerámica se cerró. Sí. Ya he intentado abrirla, sin éxito, de muchas maneras. Empujando. Haciendo palanca en la rendija entre el marco y la puerta. Saltando sobre todas las casillas del tablero. Golpeando la puerta con la dama blanca hasta hacerla pedazos. Luego he dormido unas horas. Estaba exhausto.

Apago la linterna para ahorrar batería. Intento tranquilizarme y pensar en la oscuridad. Está claro que, quien construyó aquello, preparó una trampa para encerrar a quien profanase la sala. Quiero pensar que dejó una salida. Hay una posición en el tablero. Quizá un problema. Si encuentro la solución, se activará otro resorte. Enciendo la luz de la linterna y trato de calcular algunas variantes. Es un final de damas. Supongamos que juegan blancas. Pueden hacer tablas por jaque continuo fácilmente. Si intentan ganar, parece que pierden un peón y la partida. No sé ¿Y si juegan negras? Si juegan negras la cosa es muy parecida. No hay nada mejor que el jaque continuo. Parece una posición de tablas. No sé. Enciendo mi ordenador y compruebo que son tablas. Ahí no está la salida entonces.

¿Y si es algo mecánico? Puede que si saltando sobre las casillas del tablero donde están colocadas las piezas… No. Eso tampoco funciona. Volvamos al principio. Si empiezo por el principio y pienso en quién construyó aquel lugar, encuentraré la forma de salir. Sí. Eso es. Tengo que volver al principio.

Hasta esta noche (esta noche ya no sé qué pensar) creía que detrás de las leyendas fantásticas, siempre hay una explicación racional. Me fascina encontrar donde está el truco. Por eso he investigado muchas historias. Estudié Historia Antigua en Cambridge. En realidad, fui allí a aprender inglés y luego me quedé, pero esa es otra historia. Decía que he investigado muchas leyendas. No siempre averiguo a ciencia cierta qué ocurrió, claro; me conformo con encontrar una forma de explicar cómo pudo suceder. Es importante amigo lector (si es que alguna vez hay un amigo lector para lo que ahora escribo) que entiendas que mis palabras no son las de un historiador, sino un grito de auxilio para el futuro. Una especie de mensaje en una botella. Ahora mismo daría lo que fuera por ser un náufrago en una isla desierta.

Comencé a investigar la leyenda del origen del ajedrez en el invierno de 2012. Supongo que no fue la decisión de un momento concreto, sino más bien un proceso. Y también una casualidad, porque a principios del verano de 2015 fui a la India para dar una conferencia en la Universidad de Bengasi. Luego sigo con eso… Decía que empecé a investigar la leyenda del origen del ajedrez. Influyó, seguro, mi afición al juego. Por si no la conoces, resumo la historia: Un antiguo sultán se aburría y pidió a un sabio que creara un juego nuevo para él. El sabio inventó un juego llamado chaturanga (el antecesor del ajedrez) y el sultán quedó tan encantado que le ofreció al sabio recompensarle con lo que quisiera. Él pidió al sultán dos granos de trigo por la primera casilla del tablero, cuatro por la segunda, ocho por la tercera así en progresión geométrica hasta la casilla 64. Cuando los matemáticos de la corte hicieron el cálculo (2 elevado a 64) la cifra resultante era tan descomunal que no había trigo suficiente en el mundo para pagarle. Hasta ahí la leyenda. Después los hechos. Es conocido que el chaturanga se extendió por Persia, Rusia, China y Europa. En el siglo XV tomó la forma del ajedrez actual. Esta información no es difícil de obtener. Pero tirando del hilo y de algunos contactos, tuve acceso a un manuscrito recibido en 2004 por la revista Arqueology. La autora era una arqueóloga francesa llamada Francoise Laming, que daba clases en la Universidad de Bengasi. Revelaba que, en algún lugar del Thar, un extenso desierto situado al noroeste de la India y más grande que Andalucía entera, había restos de una construcción de arcilla, que según sus datos, llegó a medir 64 kilómetros de longitud, 64 metros de anchura y 64 de altura. También aseguraba en su artículo, y esto es lo más extraordinario, que aquella construcción era un granero. No quiso desvelar donde estaba, y el artículo, lógicamente, fue rechazado. Al principio me pareció descabellado y no le di ningún crédito. Pero cuando en este verano me invitaron a dar una conferencia en Bengasi, recordé aquello y pensé que no me costaba nada hablar con la arqueóloga. Era una mujer esquiva de unos cuarenta. Segura de sí misma y, sin embargo, asustadiza. Intenté convencerla de que me llevara hasta el granero pero no quiso hacerlo. Dijo que era peligroso. Intenté sonsacarle. Argumenté con sarcasmo sobre que una construcción de 64 kilómetros de longitud, por muy enterrada que esté, no puede ocultarse. Ella simplemente me dijo que quizá, no estaba exactamente enterrada. No volví a verla.

Lo cierto es que no me pareció una farsante ni una perturbada. Ya no pude evitar seguir adelante (¿quién podría?) y recorrí las aldeas del Thar: Jaisalmer, Manda, Ratta, Dewar, Hada, Shadan, Bada, Builli y finalmente llegué a Shri Mohangar a orillas del lago Deuga. Un lago de unos 10 por 2 kilómetros, junto a la única zona en la que el desierto tiene algo de vegetación. Entonces se me ocurrió que, tal vez, lo que había querido decir la Francoise con «no está exactamente enterrada», es que estaba bajo el agua. Pensé que un granero de arcilla de 64 kilómetros de longitud, podría muy bien estar formado por ocho tramos paralelos de 8 kilómetros unidos entre sí y que, si aquel granero alguna vez había sido utilizado, podía haber colapsado el suelo con su peso. Toda esa cantidad de arcilla formaría un suelo impermeable y después un lago: el lago Deuga. Aquello parecía tener sentido y lo tenía.

Después de muchas horas de trabajo. Mucho dinero gastado. Ya casi sin equipo. Mi amigo Frank Edward y yo encontramos, a mediados de agosto, a orillas del lago Deuga una especie de caverna, que no era otra cosa la nave número 64 del granero. En la nave había una inscripción latina «Capsa LXIV» (caja 64). Frank viajó con las muestras a la Universidad. El resultado del análisis fue concluyentes: aquella nave había contenido trigo. Se supone que tenía que haber esperado al equipo para comenzar las excavaciones. Pero no lo hice. No lo hice porque se me ocurrió la loca idea de que, quizá, el sultán de la leyenda existió y que, en efecto, intentó pagar su deuda al sabio y que el nombre de Caissa, la dríade griega venerada como musa del ajedrez, provenía de una asociación con aquella inscripción latina «Capsa» (caja). Y que, de alguna forma, el atormentado sultán había pagado con creces su deuda al construir aquel templo, que dio su nombre a la diosa del ajedrez. O que quizá, el sabio había aceptado reducir su deuda, a cambio, de la construcción de aquel inmenso granero. No lo sé. Pero así fue como terminé, hace unas pocas horas en una cámara de la nave 58.

Sí. Aquí estoy. Pensando a oscuras en el sabio, en el sultán, en Caissa. Buscando a oscuras una forma de salir. Enciendo la luz. Recorro las baldosas una a una. Cargo mi peso aquí y allá. Busco activar algún resorte. Nada. No hay salida. ¿Por qué alguien prepararía una trampa así? Aquello era solo un granero. ¿Quizá el sabio era un hombre retorcido y vengativo? ¿Quizá el sultán quiso vengarse de la humillación? ¿Quizá la misma Caissa se tomaba la revancha? Pero ¿Por qué conmigo?

No hay salida. Enciendo el ordenador. Juego con la máquina. Una derrota tras otra. Todas iguales. Un sorbo de agua. Pasan las horas. Ya no puedo pensar con claridad. ¿Y si Caissa está ofendida porque los ordenadores están acabando con el ajedrez? ¿Y si el sabio, además de cruel era un visionario y sabía que esto iba a ocurrir? La batería está al 40 %.

La batería del portátil. Eso es. Me levanto enloquecido. Quizá haya una salida. Empiezo a golpear la casilla e1 con mi portátil. Quiero ofrecerle a Caissa mi patético ordenador. Y ver cómo funciona el maldito resorte que me ha dejado encerrado. Se rompen el ordenador y la cerámica. Debajo de la baldosa rota, amigo lector, no hay ningún resorte. Sólo arena que ha cedido bajo mi peso. Ningún resorte. Sólo una viejísima baldosa que se ha hundido bajo mi peso y el de los siglos. Solo hay una puerta atascada. No hay ninguna diosa vengativa. Ahora sé que hubo un sabio y un sultán que construyeron aquello, pero no eran malvados ni preparaban trampas. Sólo he tenido mala suerte, estoy encerrado y voy a morir.

(…)

Dormito un rato. He tenido un sueño. En mi sueño le hago una ofrenda a la Diosa Caissa y ella me deja salir. Sí ¡Eso es!. Despierto con un sobresalto. Recojo los restos de mi portátil y me acerco a la puerta atascada de la cámara. Me quito la camisa y envuelvo el portátil con ella. Empapo todo con la gasolina para el mechero. Lo introduzco en la ranura entre la puerta y el marco y le prendo fuego. Leí en alguna parte que las baterías de litio pueden explotar si se calientan lo suficiente  y es verdad.

(…)

Estoy a orillas del lago de Gadi Sadar, donde la Ciudad Dorada, Aislamer, fue fundada hace casi mil años. Es agradable nacer de nuevo. La brisa en la cara. La tonalidad orada de la arenisca en los muros de la fortaleza. Acabo de hablar por teléfono con Edward. Le he mentido y le he dicho que me he informado en el pueblo y que allí hay restos de trigo porque los comerciantes de Mohangar utilizan la caverna para almacenar grano, que allí no hay nada que investigar.

El no ha creído ni una palabra, claro, así que, al final, he tenido que decirle la verdad: Que no quería volver a aquel lugar. Que he estado a punto de morir. Que me quedé encerrado en la nave 58 del granero.

Que, para salir de allí, tuve que sacrificar mi ordenador como ofrenda a la diosa Caissa.