La biblioteca de Caissa ©

La biblioteca de Caissa (o la genética del ajedrez)  ©

Jaime Fernández de Bobadilla

Este relato breve de ficción es la segunda parte de «El granero de Caissa«, aunque se puede leer independientemente.

Agradecimiento a mi hermano Gabriel por su contribución con alguna de las ideas clave del relato y comentarios a las diferentes versiones. 

Me había jurado a mí mismo (y a otros) no volver allí. Después de quedarme encerrado en el templo de Caissa tuvé pesadillas durante meses. Mis pesadillas tenían que ver con prisiones, tumbas o criptas. Me levantaba sudando de madrugada y ya no lograba conciliar el sueño. En varias ocasiones tuve un sueño que reproducía, con diversas variaciones, el relato de Poe «El entierro prematuro» en el que describe, magistralmente, las emociones primarias de un sujeto que ha sido (o cree que ha sido) enterrado vivo. Incluso me desperté recitando a gritos el texto final del relato «la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán…, hay que permitirles que duerman, o pereceremos». Considerando que esté relato lo leí en mi infancia, hace muchos años, me parece extraordinario y aterrador que esas palabras estuvieran enterradas (pero vivas) en algún lugar de mi memoria. Estos involuntarios recitales nocturnos acabaron con mi relación amorosa con Jenny Suavert, de la que estaba locamente enamorado, y meses después también con Melissa Hamilton, una rubia escocesa bastante divertida que había cubierto el vacío que dejo Jenny. Después de Melissa decidí que nunca volvería a dormir con nadie y que, si alguna vez tenía una amante, nunca permitía que el sueño me cogiera con ella por sorpresa.

Cuento todo esto porque quiero (necesito) explicar por qué hice lo que hice. No me gustaría que alguien pensara que fui temerario o estúpido (aunque tal vez lo fui) porque eso pondría en cuestión la credibilidad de mi relato. Hace dos semanas volví a soñar con el relato de Poe. En este sueño, asumí la personalidad de una mujer, Victorine Lafourcade, que fue maltratada a manos de su marido, un banquero llamado Renelle y enterrada viva tras ser dada por muerta por error. Cuando en mi sueño Victorine, es decir, yo mismo, se encontraba en la cripta, oyo una voz que decía: «No tengo nombre en las regiones donde habito, fui diosa y ahora soy un espectro pero tú debes llamarme Caissa y debes resolver el problema que dejaste pendiente». Otra vez, frases como las de «El entierro prematuro» de Poe. Me desperté solo (como siempre desde Melissa) con aquel reproche de Caissa dando vueltas en mi cabeza: «…debes resolver el problema que dejaste pendiente». Repasé mentalmente mi aventura en el templo de Caissa y pronto comprendí que se refería al final de damas de la caja de Caissa. Pasé varios días pensando en el problema hasta que resonó en mi cabeza «chaturanga» como una especie de ¡Eureka! ¡Eso es! (Esa es) Esa es la razón por la que no fui capaz de resolverlo en su momento: aquel final de damas no es un final de ajedrez, sino de chaturanga y en ese juego el movimiento de la dama no es de largo alcance, se limita a una casilla. Me obsesioné de tal manera con aquella posición que no pude pegar ojo hasta que, cinco días y cinco noches después, como Afrasiab en su viaje por el Oxus, encontré la solución: ganan las negras con independencia de quien comience la partida. Ahora, amigo lector, te será fácil comprender por qué hice lo que hice. Sí. Volví allí. Por supuesto que volví. ¿Qué hubieras hecho tú?

Volver. Hubieras vuelto al Lago Deuga. Para no tener más pesadillas aunque, a pesar de todo, las tuve. Y, desde que inicié el viaje a Jaisalmer, mis sueños ya no tenían que ver con ser enterrado en vida, sino con inundaciones claustrofóbicas. Pero no al estilo de Poe, sino bajo el agua. Quizá por mi afición al buceo o porque el templo de Caissa se encuentra oculto bajo un lago.

Recuerdo una primavera diez años atrás, justo después de obtener el título de Open Water, en que me empeñé en hacer una inmersión y no encontraba ningún club de buceo que estuviera dispuesto a hacer inmersiones después de las tormentas, con aquel agua color chocolate por el barro de las ramblas. Recuerdo que llamé por teléfono a diestro y siniestro hasta dar con un grupo suficientemente insensato, bien al norte del Cabo de Gata, ya fuera del parque, para bajar sin visibilidad alguna a 35 metros en busca de un pecio. Recuerdo esa pregunta que todos los buceadores se han hecho alguna vez ¿Qué coño hago yo aquí? Eso. ¿Qué hacía en el agua helada, sin visibilidad, con unos tíos que no conocía de nada?

Esa es la clase de pesadillas que tuve antes de partir hacia de nuevo al templo de Caissa: innundaciones y oscuridad. Estaba dominado por la incertidumbre y, sobre todo, resuelto a resolver sobre el tablero del templo de Caissa aquel problema de ajedrez, mejor dicho de chaturanga, y a seguir los pasos de Caissa que, aquellos días, eran los míos. Durante algunos ataques de sensatez me planteé en serio abandonar pero no lo hice. Me convencí a mí mismo de que el riesgo era asumible con un equipo experto. Contraté un guía local. Solicité los permisos oficiales. Y me inundé cuidadosamente bajo una montaña de papeleo para olvidar otras inundaciones. Lo hice todo «según el libro» con ese cuidado nervioso con el que suelen prepararse las aventuras más descabelladas, para estar seguros de poder culpar al azar cuando las cosas vayan mal.

***

Hoy, por fin, a orillas del Degua. He bajado a mi particular habitación del pánico donde fui enterrado vivo. El lugar de donde escapé haciendo explotar la batería de un ordenador portátil. He bajado con mi viejo amigo Frank Edward. A veces pienso que es incluso más irresponsable que yo y que, si por él hubiera sido, hubiéramos entrado hace meses sin preparación alguna. Nuestros focos de luz halógena iluminan el tablero del templo de Caissa. Muevo las piezas en el orden correcto. Primero con blancas. No ocurre nada. Coloco la posición inicial y resuelvo el problema con negras. Esta vez, un zumbido. Un resorte se activa. Gira un engranaje en alguna parte. En la pared de enfrente se abre una puerta. Corremos hacia ella. A la luz escasa de la linterna no alcanzamos a ver los límites de la sala. Poco a poco, como por arte de magia, a medida que nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad, surgen de la nada innumerables estanterías de madera. En cada estantería, se agolpan rollos y volúmenes heterogéneos. Frente a nosotros, la biblioteca de Caissa.

En la biblioteca de Caissa no hay tabiques ni columnas. Los propios estantes sujetan el techo y forman pasillos. Están divididos en secciones de sesenta y cuatro metros de longitud. En cada sección hay libros o rollos relacionados con el ajedrez junto con volúmenes que tienen que ver otras disciplinas: desarrollo humano, catástrofes naturales, tecnología. A medida que recorremos los pasillos y nos adentramos en la biblioteca, el juego evoluciona. El chatarunga de las estanterías originales da paso a juegos cada vez más sofisticados. El pasillo central lleva al ajedrez actual y los pasillos laterales a variantes heterogéneas. Aún no hemos averiguado cual es el orden que rige la biblioteca, pero está claro que sigue un patrón cuidadosamente establecido. Las lenguas de los escritos son innumerables, algunas extintas.

En el extremo del pasillo central hemos encontrado una sala independiente. Un rótulo a la entrada reza: «como sobrevivir al mundo de las máquinas». Son cerca de mil metros cuadrados de sala y, esta vez sí, pilares y vigas de madera sujetan el techo. Hay unas pocas estanterías adosadas a las paredes. Los volúmenes y rollos están cubiertos por un barniz pagajoso. El resto de la sala lo ocupan máquinas extraordinarias: computadoras mecánicas de ajedrez.

***

Pasan las semanas. Hemos recibido una información inquietante: la petrolera Oil for All ha comenzado a instalarse en la zona. Tienen permiso para perforar. Estan obligados a hacerlo fuera de una radio de diez kilómetros de nuestras excavaciones. Pero el templo de Caissa se extiende varios kilómetros bajo el suelo del lago, así que puede ocurrir cualquier cosa. Nos hemos reunido con Oil for All en varias ocasiones. Se han comprometido a comenzar a perforar en la zona de Keroo, 20 kilómetros al este, para darnos tiempo, pero el tiempo apremia.

Y el tiempo es implacable. En pocos días los acontecimientos suceden a velocidad de vértigo sin darnos tiempo a asimilarlos. Hemos puesto en funcionamiento una de las máquinas, que calcula variantes de ajedrez con una profundidad de 3 jugadas. Hay un extraordinario tratado de estrategia que data del siglo XIV titulado “cómo ganar a la máquina”. Y, lo más importante, tenemos una teoría sobre la biblioteca de Caissa. Podría ser el material genético del juego del ajedrez. Su ADN, preparado para evolucionar y adaptarse a nuevos tiempos. Los documentos prevén diferentes escenarios (diferentes culturas, catástrofes naturales, tecnologías…) y recomiendan un especie de plan de emergencia para que el ajedrez sobreviva en cada uno de ellos como un jugador que ha calculado un árbol de variantes. Sí, nuestra teoría es que la biblioteca de Caissa es un innumerable conjunto de soluciones para que el ajedrez sobreviva pase lo que pase.

***

En el techo del templo han aparecido grietas. Luego goteras. Hasta dos dedos de agua en las zonas más declives de la sala principal. La vieja madera de las estanterías se han curvado por la humedad. Solo quedamos Edward y yo en el templo de Caissa. Ayer ordené al resto del equipo que esperase en la superficie trabajando con el material rescatado. Después de muchos tira y afloja aceptaron a regañadientes dejarnos trabajando allí, como si fuera una especie de privilegio jugarse la vida entre dos aguas.

El agua entra a borbotones por el techo vencido, como en mis peores pesadillas recientes. Hay que salir de allí enseguida. Edward y yo nos hemos mirado y, sin mediar palabra nos hemos dirigido, apresuradamente (lo cual demuestra que no estamos del todo locos), hacia la salida metiendo en nuestras bolsas aquí y allá los pergaminos y libros que flotan echados a perder. Los últimos cincuenta metros los hemos recorrido a nado.

***

Han pasado varios días. Ya más tranquilos, en la superficie, revisamos el material rescatado del templo de Caissa y lo hemos dejado al sol. Está muy deteriorado. Después de todo, el ADN del ajedrez no estaba preparado para una catástrofe de esta naturaleza. En los seres vivos, aquellas mutaciones que por azar resultan ser favorables para sobrevivir en circunstancias adversas, se perpetúan. El azar y la necesidad dominan la evolución de las especies. Jaques Monod, aquel premio Nóbel de química que no parecía químico, decía en su obra «El azar y la Necesidad»: «Sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El puro azar, el único azar, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna no es ya hoy en día una hipótesis, entre otras posibles o al menos concebibles. Es la sola concebible, como única compatible con los hechos. Y nada permite suponer (o esperar) que nuestras posiciones sobre este punto deberán e incluso podrán ser revisadas».

Cuando escuché el golpeteo del agua en la lona de la tienda, pensé que el azar, desde luego, no estaba del lado de Caissa porque ninguno de los científicos allí presentes, habíamos contemplado la posibilidad de la lluvia cuando decidimos secar al sol el escaso material rescatado de la Biblioteca de Caissa. En nuestro descargo diré que en aquel desierto no había llovido en los últimos 19 meses. Aún así debimos haberlo previsto y, aún así, todos nos sentimos culpables cuando salimos despavoridos de las tiendas para salvar lo poco que quedaba de la Biblioteca de Caissa de aquel maldito diluvio universal que el azar había desencadenado en pleno desierto. Pero lo último que necesitaban aquellas páginas antiguas deterioradas por el agua era más agua.

Pensará el lector, como pensé yo, que nos quedamos sin nada porque el azar así lo había querido. Pero quiso la suerte (que es como los jugadores llamamos al azar) que en medio de aquel desastre arqueológico Edward encontrara una página en perfecto estado. Era la última página (número 64) de un manuscrito y estaba recubierta por un barniz pegajoso y, tal como comprobamos con asombro, impermeable. Y claro, donde estaba aquella, tenía que haber más. Y a estas alturas seguro que el lector comprenderá que tenía que volver allí y jugarme la vida por tercera vez.

***

Es imposible acostumbrarse al miedo. El agua era color chocolate, como cuando descendía por el cabo del ancla diez años atrás al norte del Cabo de Gata después de las tormentas, solo que entonces no buscaba nada en particular y, ahora, busco 63 páginas impermeables en la sala de las máquinas del templo de Caissa. Encabezo, sólo porque conozco el camino, un equipo de buceadores especialistas en espeleología submarina mucho más expertos que yo y trato de no parecer aterrorizado. Me gasté una pequeña fortuna en traerlos de Valdoara. Ibamos dejando cordajes guía, como Teseos en el laberinto equivocado, para encontrar el camino de regreso y, a intervalos botellas de aire con su regulador. Afortunadamente en la sala de máquinas hay muy pocos libros. A la luz de las linternas vamos recogiendo páginas. Solo queda una. Apenas 30 bares de presión en las botellas. La última página que encontramos es la primera, porque al ser más gruesa reposa en el fondo. La ilumino con la linterna y puedo leer el título del manuscrito: «Ajedrez Neoclásico: una nueva evolución del juego«

Volvemos a la luz del sol.

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